Recuerdo que la segunda vez que la vi, me dijo que en ningún momento había esperado volver a verme, y la próxima vez que la vi dijo que pensaba que yo era un morfinómano, a la vez la siguiente me llamó dios, y después intentó suicidarse y luego lo intenté yo y después volvió a internarlo ella, y nada dio resultado, salvo el de unirnos más, tanto, de hecho, que nos compenetramos, intercambiamos personalidades, nombre, identidad, religión, padre, madre, hermano. Hasta su cuerpo experimentó un cambio radical, no una sino varias veces. Al principio era grande aterciopelada, como el jaguar, con esa fuerza suave y engañosa de la especie felina, la forma de agazaparse, de saltar, de abalanzarse de repente; después se quedo en los huesos, se volvió frágil, delicada casi como una neguilla, después de cada cambio pasaba por las modulaciones más sutiles: de piel, músculo, color, postura, olor, andares, ademanes, etcétera. Cambiaba como un camaleón. Nadie podía decir qué aspecto tenía realmente por que con cada cual era una persona enteramente diferente al cabo de un tiempo ni siquiera ella sabía qué aspecto tenia. Había comenzado ese proceso de metamorfosis antes de que la conociera, como descubrí más adelante. Como tantas mujeres que se creen feas, se había propuesto volverse bella, deslumbrantemente bella. Para conseguirlo, lo primero que hizo fue renunciar a s nombre, después a su familia, a sus amigos, a todo lo que pudiera atarla al pasado. Con todo su ingenia y todas sus facultades, se dedicó al cultivo de su belleza, de su encanto, que ya poseía en alo grado pero le habían hecho creer que no existían. Vivía constantemente ante el espejo, estudiando todos los movimientos, todos los gestos, todas las muecas, hasta la más mínima. Cambió por completo de forma de hablar, de dicción, de entonación, de acento, de fraseología. Se conducía con tanta habilidad, que era imposible sacar a relucir siquiera el tema de sus orígenes. Estaba constantemente en guardia, incluso mientras dormía. Y, como un buen general, descubrió con bastante rapidez que la mejor defensa es el ataque. Nunca dejaba una posición sin ocupar; sus avanzadas, sus exploradores, sus centinelas estaban situados en todas partes. Su mente era un reflector giratorio que nunca se apagaba.
Ciega para su propia belleza, para su propio encanto, para su propia personalidad, por no hablar de su identidad, acometió con todas las energías la invención de una criatura mítica, una Helena, una Juno, cuyos encantos no podría resistir mujer ni hombre alguno. Automáticamente, sin conocer la leyenda lo más mínimo, empezó a crear poco a poco los antecedentes ontológicos, la mística sucesión de acontecimientos anteriores al nacimiento consciente. No necesitaba recordar sus mentiras, sus invenciones: bastaba con que tuviera presente su papel. No había mentira demasiado monstruosa como para que no la pronunciara, pues en el papel que había adoptado era absolutamente fiel a sí misma. No tenia que inventar un pasado: Recordaba el pasado que le correspondía. Nunca se dejaba coger en falta por una pregunta directa, ya que nunca se presentaba a un adversario, a no ser ambiguamente. Solo presentaba los ángulos de las caras siempre cambiantes, los deslumbradores prismas de luz que mantenga girando constantemente. Nunca fue un ser tal, que se lo pudiera sorprender por fin en reposo, sino el propio mecanismo, que accionaba incesantemente la miríada de espejos en que se reflejaría el mito que había creado. No tenía el menor equilibrio; se mantenía suspendida eternamente por encima de sus múltiples identidades en el vacío del yo. No había pretendido convertirse en una figura legendaria, había querido simplemente que reconociesen su belleza. Pero, en la búsqueda de la belleza, pronto se olvido enteramente lo que buscaba, se convirtió en la victima de s propia creación. Se volvió tan asombrosamente bella, que a veces era aterradora, a veces verdaderamente más fea que la mujer más fea del mundo. Podía inspirar horror y espanto, sobre todo cuando s encanto estaba en su punto culminante. Era como si la voluntad, ciega e incontrolable, resplandeciera a través de la creación y revelase su monstruosidad.
En la oscuridad, encerrados en el negro agujero sin que ningún mundo nos contemplara, sin adversario, sin rivales, el cegador dinamismo de la voluntad disminuía un poco, le daba un brillo de cobre fundido, y las palabras salían de la boca como lava, su carne buscaba ansiosamente un asidero, algo sólido y sustancial en que sentarse, algo en que recobrarse y reposar por unos momentos. Era como un mensaje de larga distancia desesperado, un S.O.S. desde un barco que se hundía. Al principio, la confundí con la pasión, con el éxtasis producido por la carne al rozar con la carne. Pensaba que había encontrado un volcán vivo, un Vesubio hembra. Nunca pensé en un barco humano que se hundía en su océano de desesperación, en los Sargazos de la impotencia.
Ahora pienso en aquella estrella negra que brillaba a través del agujero del techo, aquella estrella inmóvil que pendía sobre nuestra celda conyugal, más fija, más remota que lo absoluto, y sé que era ella, despojada de todo lo que era propiamente; un sol negro muerto y sin aspecto[...]
Henry Miller, Tropico de Capricornio.