...No era una eternidad la que transcurría, por que de algún modo la eternidad tiene que ver con la paz y la victoria, es algo hecho por el hombre, algo ganado: no, pasaba por un entreacto en que cada cabello se vuelve blanco hasta las raíces, en que cada milímetro de piel pica y abrasa hasta que el cuerpo entero se convierte en una herida supurante. Me veo sentado ante una mesa en la oscuridad, con las manos y los pies volviéndose enormes, como si estuviera apoderándose de mí una elefantiasis galopante. Oigo la sangre precipitarse al cerebro y golpear los tímpanos como diablos himalayos con almádenas; le oigo batir sus enormes alas, incluso en Irkuysk, y sé que sigue avanzando y avanzando, cada vez más lejos, hasta quedar fuera de alcance. Intento levantarme de la mesa, pero tengo los pies demasiado pesados y las manos se han vuelto como los pies informes del rinoceronte. Cuando más pesado se vuelve mi cuerpo, más ligera la atmósfera de la habitación; voy a estirarme y estirarme hast5a llenar la habitación con una masa sólida de jalea compacta. Voy a llenar hasta las grietas de la pared; voy a crecer y a atravesar la pared como una planta parásita, estirándome y estirándome hasta que la casa entera sea una masa indescriptible de carne y cabello y uñas. Sé que eso es la muerte, pero me veo impotente para acabar con ese conocimiento... o con el conocedor[...]
Henry Miller
Elefantiasis, en el Taller de Max.
42 x 80cm
Aldana Antoni.